Los penitentes de la noche

Se dice que todas las noches, en las calles de las aldeas y la ciudades de Guatemala, aparecen los penitentes de la noche. Son monjes vestidos de negro que portan candelas encendidas y rezan oraciones en latín del Día de Difuntos.

 

La gente curiosa sale a verlos, entonces algún monje le da una candela a la persona que inmediatamente esta se convierte en hueso. El monje promete regresar por la vela días más tarde. Después de muchos ensalmos, el hombre curioso tiene que devolver el hueso convertido otra vez en candela y, para que no se lo gane, debe tener un niño recién bautizado en los brazos.

Los penitentes de la noche solo se le aparecen a las personas que son muy curiosas y se meten en la vida de los demás.

 

Así se cuenta esta historia…

 

La señora Tana se encaminó a su casa en la Calle de Guadalupe. A su lado vivían, además de la cocinera, Luis, un sobrino estudiante del Colegio Tridentino y José, su hijo.

 

José vivía en Sololá donde trabajaba como telegrafista, una vez al mes regresaba a su casa a visitar a su mamá. Luis lo esperaba y luego de conversar con él empezaron a comentar los sucesos de la noche anterior.

 

Desde que Luis se había ido, hacía ya un mes, durante el primer viernes de marzo, empezaron a despertarlos los ruidos de la calle. Se escuchaba como si mucha gente caminara arrastrando los pies y hablara en voz baja.  La noche anterior a su llegada también se estuvieron escuchando los mismos ruidos. Sucedía el primer viernes de cada mes.

 

Así llegó mayo y la noche del primer viernes del mes. Improvisaron un altar en el corredor. Rezaron antes de ir a dormirse. Como el dormitorio de José quedaba cerca del comedor, podía salir sin que nadie lo notara.

 

Cuando escuchó los ruidos salió de la cama. Lo hizo con dificultad porque las piernas le pesaban y su cuerpo se sacudía nerviosamente. Llegó al dintel de la puerta que da a la calle y desde allí pudo observar en ambos lados de la acera de laja, una columna de penitentes vestidos con hábitos negros que caminaban despacio. La capilla del hábito estaba echada sobre la cabeza y  no permitía verles el rostro. Solo un hueco negro como el hábito. En sus manos descarnadas portaban un cirio encendido. Cuya llama permanecía inmóvil a pesar del viento que soplaba. No se les veían los pies, sin embargo se escuchaba un sonido de sandalias arrastradas sobre el empedrado. Al unísono, voces entrecortadas oraban.

 

José apenas y podía mantenerse en pie. Al ve los dos últimos penitentes, uno de ellos se detuvo frente a él y le dio un cirio. Le dijo que lo cuidara y que se lo debía devolver el viernes del siguiente mes.

 

José lo agarró y cayó inconsciente.

 

Al  día siguiente, cuando su mamá se levantó, lo encontró tirado en el suelo, inerte. Lo llevaron a su cama, ardía en fiebre. En sus manos sostenía un hueso carcomido, era un fémur.

 

Luis lo guardó en un cofre. La madre se lamentaba diciendo que se lo había advertido, que no debía salir porque algo malo le iba a pasar.

 

Dicen que el joven pasó inconsciente casi todo el mes.

 

Al llegar el primer viernes del siguiente mes, mientras todos dormían. José aún sudaba copiosamente y una palidez de muerte cubría su cuerpo. Logró vestirse y tomó el hueso que Luis había guardado. Salió a la calle en espera del cortejo.

 

Cuando pasaron los penitentes y los últimos se detuvieron frente a él. Le pidieron el cirio, pero José les entregó el hueso. Ellos insistieron en reclamar el cirio porque de lo contrario tendría que acompañarlos.

 

Lo tomaron de la mano y lo vistieron con un hábito negro, le entregaron una vela. Y así iniciaron la marcha hasta que se desaparecieron.

 

En la madrugada del sábado se dieron cuenta de lo ocurrido. Supieron que los penitentes se lo llevaron porque también el hueso había desaparecido.

 

La madre lloraba fuertemente. Los vecinos de La Recolección le pidieron al sacerdote que bendijera las calles porque tenían mucho miedo.

 

La madre de José y su sobrino, se trasladaron a vivir al barrio de San Gaspar, en tanto que la gente de la Recolección luchaba con su miedo por olvidar lo vivido.

 

Todavía hoy, a muchos años de distancia, en la vieja Calle de Guadalupe, algunos ancianos despiertan sobresaltados los primeros viernes de cada mes creyendo oír el arrastrar de sandalias y el tétrico rezo de los penitentes que jamás volvieron a aparecer.